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domingo, 21 de septiembre de 2008

PARA LA LIBERTAD

Para la libertad, sangro, lucho, pervivo.

Para la libertad, mis ojos y mis manos

como un árbol carnal, generoso y cautivo,

doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones

que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,

y entro en los hospitales, y entro en los algodones

como en las azucenas

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan

ella pondrá dos piedras de futura mirada

y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan

en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño

reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.

Porque soy como el árbol talado que retoño

y aún tengo la vida.

jueves, 18 de septiembre de 2008

LOS HIJOS DE LA TIERRA

La niña desnuda salió corriendo del cobertizo de cuero hacia la playa rocosa en el recodo del riachuelo. No se le ocurrió volver la vista atrás. Nada en su experiencia le daba razón alguna para poner en duda que el refugio y los que estaban dentro seguirían allí cuando regresara.

Se echó al río chapoteando y, al alejarse de la orilla, que se hundía rápidamente, sintió cómo la arena y los guijarros se escapaban bajo sus pies. Se zambulló en el agua fría y salió nuevamente, escupiendo, antes de dar unas brazadas firmes para alcanzar la escarpada orilla opuesta. Había aprendido a nadar antes que a andar, y a los cinco años de edad se encontraba a gusto en el agua. En muchas ocasiones, la única manera en que se podía cruzar un río era nadando.

La niña jugó un buen rato, nadando de un lado para otro, y después dejó que la corriente la arrastrara río abajo; cuando éste se ensanchó y empezó a hacer borbotones sobre las piedras, se puso en pie y regresó a la orilla, donde se dedicó a escoger piedrecillas. Acababa de colocar una en la cima de un montoncillo formado por algunas especialmente bonitas, cuando la tierra empezó a temblar.

La niña vio, sorprendida, que la piedrecita rodaba por voluntad propia, y observó con espanto cómo las que formaban la pequeña pirámide temblaban y volvían al suelo. Sólo entonces se dio cuenta de que también ella era sacudida, pero todavía experimentaba más sorpresa que aprensión. Echó una mirada en derredor tratando de comprender por qué su universo se había alterado de manera incomprensible. Se suponía que la tierra no debía moverse.

El riachuelo, que momentos antes corría suavemente, se había vuelto turbulento, con olas agitadas que salpicaban las orillas mientras su lecho se alzaba contra la corriente, sacando lodo del fondo.

Los matorrales que crecían cerca de las orillas río arriba se estremecían animados por un movimiento invisible de sus raíces, y río abajo las rocas oscilaban, presas de una agitación insólita. Más allá, las majestuosas coníferas del bosque por el que pasaba el río se inclinaban de manera grotesca. Un pino gigantesco próximo a la orilla, con sus raíces al aire y debilitado por la corriente del arroyo, se inclinó hacia la orilla opuesta; con un crujido se desplomó por encima de las aguas turbias y se quedó temblando sobre la tierra inestable.

La niña dio un brinco al oír la caída del árbol; el estómago se le revolvió y se le hizo un nudo cuando el temor cruzó por su mente. Trató de ponerse en pie, pero cayó de espaldas al perder el equilibrio por efecto del horrible balanceo. Lo intentó nuevamente, consiguió enderezarse y se quedó de pie, insegura, sin atreverse a dar un paso.

Al echar a andar hacía el cobertizo de cuero, un poco apartado del río, sintió un rumor sordo, que se convirtió en un estrepitoso rugido aterrador; un olor repugnante a humedad surgió de una grieta que se abría en el suelo, como si fuera el aliento fétido que exhala por la mañana la tierra al bostezar. La niña miró, sin comprender, la tierra, las piedras y los arbolillos que caían en a brecha, que seguía abriéndose mientras la corteza fría del planeta en fusión se resquebrajaba en sus convulsiones.

El cobertizo, encaramado en la orilla más lejana del abismo, se inclinó al retirarse la mitad de la tierra firme que tenía debajo; el esbelto poste se balanceó como indeciso antes de desplomarse y desaparecer en el profundo orificio, llevándose su cubierta de cuero y todo su contenido. La niña tembló, horrorizada y con los ojos desorbitados, mientras las apestosas fauces abiertas se tragaban todo lo que había dado sentido y seguridad a los escasos años de su vida.


"El Clan del Oso Cavernario" Jean M. Auel

domingo, 7 de septiembre de 2008

EL PRINCIPIO

Tenía toda la vida por delante, y sin embargo, estaba apático, sin ilusión. Después del último golpe pensaba que ya no levantaría cabeza, sentía que estaba acabado.

Todo empezó un año antes, entonces la vida le sonreía, tenía un buen trabajo y una novia con la que estaba haciendo planes para irse a vivir juntos.