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domingo, 19 de octubre de 2008

EL PRINCIPIO II

Aquel día se levantó inquieto, tenía una sensación rara en el estómago, como si presintiera que algo no iba bien.

Mientras se hacía el café, fue a afeitarse al cuarto de baño. Miró su imagen en el espejo y le costó reconocerse. La noche anterior habían estado tomando unas copas y se acostó muy tarde. Hacía tiempo que no bebía y anoche se pasó, tomó alguna de más.

Se dio una larga ducha, sentía el agua resbalar por su cuerpo y una sensación de bienestar se fue apoderando de él. Dejó que el agua corriera, como si pudiera llevarse por el desagüe todo el malestar que sentía.

Rápidamente se bebió un café sólo, fuerte y sin azúcar, para despejar la cabeza. Tenía exactamente cinco minutos para salir de casa o llegaría tarde. Era una persona muy estricta en cuanto a la puntualidad, casi rozaba la obsesión, no se permitía ni un minuto de retraso, y a los demás tampoco, era algo que odiaba, le parecía una falta de respeto.

Bajó al garaje y ya en el coche, se acordó que en una semana tendría que hacerle la revisión. El coche, a pesar de tener muchos años, estaba bien cuidado, y funcionaba perfectamente; esperaba poder pasarla, porque la verdad, no estaba en situación de comprarse un coche nuevo, no ahora con todos los gastos del piso y con el inminente traslado de Lucía, en un mes se vendría a vivir con él.

Lucía, sólo de pensar en ella se le dibujaba una sonrisa en la cara; era como si en un día de lluvia, de repente empezara a lucir el sol con todo su esplendor. No podía pedir nada más, la vida había sido generosa con él siempre. Tuvo una infancia feliz, una adolescencia sin demasiadas complicaciones y ya de adulto la vida le regaló a Lucía. Ella era su complemento, su razón de vivir, su novia, su amiga, lo era todo, ya no podía concebir su vida sin ella a su lado.

Estaba llegando a la oficina cuando sonó el móvil, miró el número y se extrañó que fuera la madre de Lucía, el corazón le dio un vuelco.

-¿Hola?

-Hola Rafa, estamos en el hospital, hemos traído a Lucía, está en observación.

-¿Qué dices? ¿Qué le ha pasado?

- No sabemos, perdió el conocimiento y ahora van a hacerle pruebas.

-Pero… ¿cómo está?, ¿estáis con ella?, ¿Qué dicen?

-Tranquilízate, por ahora parece que bien, hay que esperar a las pruebas, todavía no nos dejan pasar donde está, pero dicen que en cuanto terminen unas pruebas podremos pasar unos minutos a verla.

- Soluciono unas cuantas cosas en la oficina y voy para allá. Si tenéis alguna noticia nueva, llámame, por favor.

- No te preocupes, te llamo en cuanto sepa algo más.

domingo, 21 de septiembre de 2008

PARA LA LIBERTAD

Para la libertad, sangro, lucho, pervivo.

Para la libertad, mis ojos y mis manos

como un árbol carnal, generoso y cautivo,

doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones

que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,

y entro en los hospitales, y entro en los algodones

como en las azucenas

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan

ella pondrá dos piedras de futura mirada

y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan

en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño

reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.

Porque soy como el árbol talado que retoño

y aún tengo la vida.

jueves, 18 de septiembre de 2008

LOS HIJOS DE LA TIERRA

La niña desnuda salió corriendo del cobertizo de cuero hacia la playa rocosa en el recodo del riachuelo. No se le ocurrió volver la vista atrás. Nada en su experiencia le daba razón alguna para poner en duda que el refugio y los que estaban dentro seguirían allí cuando regresara.

Se echó al río chapoteando y, al alejarse de la orilla, que se hundía rápidamente, sintió cómo la arena y los guijarros se escapaban bajo sus pies. Se zambulló en el agua fría y salió nuevamente, escupiendo, antes de dar unas brazadas firmes para alcanzar la escarpada orilla opuesta. Había aprendido a nadar antes que a andar, y a los cinco años de edad se encontraba a gusto en el agua. En muchas ocasiones, la única manera en que se podía cruzar un río era nadando.

La niña jugó un buen rato, nadando de un lado para otro, y después dejó que la corriente la arrastrara río abajo; cuando éste se ensanchó y empezó a hacer borbotones sobre las piedras, se puso en pie y regresó a la orilla, donde se dedicó a escoger piedrecillas. Acababa de colocar una en la cima de un montoncillo formado por algunas especialmente bonitas, cuando la tierra empezó a temblar.

La niña vio, sorprendida, que la piedrecita rodaba por voluntad propia, y observó con espanto cómo las que formaban la pequeña pirámide temblaban y volvían al suelo. Sólo entonces se dio cuenta de que también ella era sacudida, pero todavía experimentaba más sorpresa que aprensión. Echó una mirada en derredor tratando de comprender por qué su universo se había alterado de manera incomprensible. Se suponía que la tierra no debía moverse.

El riachuelo, que momentos antes corría suavemente, se había vuelto turbulento, con olas agitadas que salpicaban las orillas mientras su lecho se alzaba contra la corriente, sacando lodo del fondo.

Los matorrales que crecían cerca de las orillas río arriba se estremecían animados por un movimiento invisible de sus raíces, y río abajo las rocas oscilaban, presas de una agitación insólita. Más allá, las majestuosas coníferas del bosque por el que pasaba el río se inclinaban de manera grotesca. Un pino gigantesco próximo a la orilla, con sus raíces al aire y debilitado por la corriente del arroyo, se inclinó hacia la orilla opuesta; con un crujido se desplomó por encima de las aguas turbias y se quedó temblando sobre la tierra inestable.

La niña dio un brinco al oír la caída del árbol; el estómago se le revolvió y se le hizo un nudo cuando el temor cruzó por su mente. Trató de ponerse en pie, pero cayó de espaldas al perder el equilibrio por efecto del horrible balanceo. Lo intentó nuevamente, consiguió enderezarse y se quedó de pie, insegura, sin atreverse a dar un paso.

Al echar a andar hacía el cobertizo de cuero, un poco apartado del río, sintió un rumor sordo, que se convirtió en un estrepitoso rugido aterrador; un olor repugnante a humedad surgió de una grieta que se abría en el suelo, como si fuera el aliento fétido que exhala por la mañana la tierra al bostezar. La niña miró, sin comprender, la tierra, las piedras y los arbolillos que caían en a brecha, que seguía abriéndose mientras la corteza fría del planeta en fusión se resquebrajaba en sus convulsiones.

El cobertizo, encaramado en la orilla más lejana del abismo, se inclinó al retirarse la mitad de la tierra firme que tenía debajo; el esbelto poste se balanceó como indeciso antes de desplomarse y desaparecer en el profundo orificio, llevándose su cubierta de cuero y todo su contenido. La niña tembló, horrorizada y con los ojos desorbitados, mientras las apestosas fauces abiertas se tragaban todo lo que había dado sentido y seguridad a los escasos años de su vida.


"El Clan del Oso Cavernario" Jean M. Auel

domingo, 7 de septiembre de 2008

EL PRINCIPIO

Tenía toda la vida por delante, y sin embargo, estaba apático, sin ilusión. Después del último golpe pensaba que ya no levantaría cabeza, sentía que estaba acabado.

Todo empezó un año antes, entonces la vida le sonreía, tenía un buen trabajo y una novia con la que estaba haciendo planes para irse a vivir juntos.